lunes, 19 de septiembre de 2011

Marlene tenía nombre de estrella de cine.

Marlene tenía nombre de estrella de cine. Desde pequeña le habían dicho que valía para las tablas, que tenía estrella y que sin duda terminaría siendo alguien en el mundo de la farándula. Ella, inocente como era, los había creído a todos y había ido alimentando sus sueños y construyendo castillos sobre aquellas promesas y profecías de los que creían conocerla a ella y a su destino. La vida, sin embargo, no siempre sucede como a una le gustaría y Marlene había visto blanquear sus cabellos sin avanzar más allá del patio de butacas.


Ahora ya, esperando deslizarse hacia el fin de sus días, Marlene sentía la necesidad de vivir en aquellos castillos. Resultaba sorprendente que tras tantos fracasos y frustraciones todas sus ensoñaciones siguieran ahí, más definidas y esperanzadoras que nunca.

Todas las mañanas Marlene se levantaba temprano, arreglaba su casa, cocinaba y limpiaba las dos habitaciones que tenía alquiladas a un par de estudiantes de medicina. Después, se vestía con aquel vestido de bailar tangos que había comprado hacía años en el mercadillo de los miércoles, se pintaba los labios de color rojo y se perfilaba los ojos con carboncillo como su madre le había enseñado. Se recogía el pelo en un moño apretado y se calzaba sus zapatos de salón. Estaba realmente orgullosa de aquellos zapatos de baile, eran de color negro brillante y con una gruesa hebilla plateada la ayudaban a mantenerse sobre los anchos tacones. Eran lo primero que había comprado con su sueldo de limpiadora, allá por 1945, después de varios meses ahorrando y privándose de otros pequeños caprichos.

Después, salía a la calle y se pavoneaba por las empedradas calles de Aix les Bains camino del quiosco. Allí compraba el periódico y aunque nunca lo leía, pues hablaba de la realidad y hacía tiempo que a Marlene había dejado de interesarle, le gustaba el aspecto entendido que le otorgaba. Con los papeles bajo el brazo volvía a casa, se sentaba en su vieja butaca frente a la ventana y esperaba inmóvil hasta las siete menos veinte. A esa hora se ponía de pie y recorría con calma los diez minutos que separaban su casa del bar “Le Chat Noir” .

El dueño de “Le Chat Noir” era un viejo amigo de la familia y la dejaba bailar sin consumir nada. A las 7 de la tarde todos los días del año un pequeño altavoz emitía las notas bailarinas de tangos, bachatas, salsas y otros ritmos típicos del continente americano en el coqueto salón del local. Marlene como alma enloquecida pasaba las horas sola moviéndose al compás de la música. Rodeada de parejas de jubilados artríticos, la mujer destacaba con su danza privada y se deslizaba entre ellos inventando pasos e imitando aquellos de las actrices y bailarinas que había visto en las salas de cine. Las horas pasaban veloces cuando bailaba y hacía volar los volantes de su vestido negro. Mirarla inspiraba una mezcla de admiración y miedo que poca gente era capaz de soportar haciendo que todo el mundo terminara por apartar la vista de aquel ritual casi mágico.

Cuando las últimas notas doraban el aire, ya con la Luna sobre los tejados, Marlene cerraba los ojos e imaginaba día tras día los aplausos de un público apasionado y fiel que le lanzaba indistintamente piropos y rosas hasta el escenario de locura desde el que ella vivía su vida de estrella. Y es que Marlene tenía nombre de estrella de cine.

1 comentario:

  1. Me emosionó.
    Si dejaramos de soñar nuestros dias no tendrían sentido, hasta donde llegariamos? que buscariamos sinó luchar por lo que nos gusta, por lo que queremos, por lo que sentimos que estamos aqui.:)
    Todos tenemos una Marlene adentro.

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Es mejor arrepentirse por lo que has dicho que por lo que no... :)