martes, 12 de febrero de 2013

Despedida


             Parece que ya está todo listo. Un vistazo a las figuritas de sus pájaros adornando la lámpara y a las vacas añadidas al paisaje para comprobar que todo está en su sitio. A un lado el mar y a otro un prado verde en medio de la montaña.
Desde sus respectivos marcos, su esposa, sus hijas, sus nietos y un par de traviesos bisnietos le sonríen con cariño. Camina despacio por la estancia, recordando cuanto sufrió porque sus pequeños no se hicieran daño con aquellas afiladas esquinas de la mesita mientras correteaban por toda la casa. Mira el reloj de la pared y no puede evitar sonreír ante el recuerdo de aquél de rotulador que lo sustituyó mientras lo arreglaba. Acaricia las blancas cortinas y las desplaza suavemente, cómo ha cambiado la calle desde que llegaron a aquella casa, cómo ha cambiado todo.
Con paso tranquilo se acerca al mueble de la televisión y coge varios folios de colores y recortes de revistas que guarda cuidadosamente en el bolsillo del abrigo. Se asoma al recibidor y antes de salir por la puerta, una última mirada en el espejo. Se sube la cremallera del abrigo y se ajusta el sombrero. Un elegante ejemplar de ala corta marrón que le regalaron sus hijas para su 95 cumpleaños. Entonces, deja las llaves encima de la mesita y se da la vuelta hacia el pasillo.
Hace ya bastante que no sale a esa terraza. Dos fieros cuervos de plástico negro, que él mismo hizo con bolsas de basura, lo miran con curiosidad. Con sus expertas manos recupera de su bolsillo los papeles de colores y hace, por última vez, aquello que siempre le gustó. Un corte, un doble, ahora, en diagonal, dobla, dobla, dobla y ahí lo tiene: una preciosa pajarita de papel. Pero esta es diferente, esta es más grande, esta tiene más colores. Esta puede volar. Se aproxima con sus cansadas piernas a ese milagro de la papiroflexia, con cuidado para no tropezar por ese suelo ligeramente inclinado. Con un gracioso y ágil gesto se monta sobre su lomo como un joven jinete. Una sonrisa enorme llena su cara, se gira por última vez y susurra un adiós. La pajarita despliega sus enormes alas y ambos se elevan por el cielo Zaragozano sobrevolando tantos lugares conocidos y a tanta gente querida. Ahora estará con ella. Ahora todo está bien.

lunes, 11 de febrero de 2013


Las lágrimas se resbalaban por sus mejillas como un río salvaje. Cuándo se dio cuenta, no puedo detener aquel llanto desconsolado. Se había roto, se había fracturado como un caro jarrón chino. Se había traicionado a sí misma y le desbordaba tanta decepción. Había traicionado a otros antes, pero nunca a sí misma, no tanto.
Todos sus músicos de cabecera le recomendaron vivir el amor y ella siempre estuvo dispuesta abrazarse a las miradas de los desconocidos que se cruzaban en su vida. Se enamoró de mentes y se enamoró de almohadas, pero siempre, acariciando ese hormigueo extraño que la recorría.
Todo comenzó con aquella promesa. Con aquella convicción y aquel miedo enfermizo a que, algún día, alguien le cortara las alas. Se prometió amar y echar raíces, bailar la luna y compartir camino, pero nunca, perder la llave de su propia jaula.
Pero el dolor era más grande que cualquier otra cosa que ella conociera y por no volar sola, dejó de volar. Y por miedo a lastimarse se encerró en su jaula, se forró el corazón con sonrisas falsas y faldas cortas y llenó sus noches de nada.
Fue esa misma nada la que la rompió por dentro. Una nada tan grande que no podía mitigar el dolor, ese dolor que está ahí siempre, el dolor importante, el de las cosas serias. Y cuando se sintió rota y dolida no puedo evitar llorarse. Así lloró, lloró desde los pies hasta las puntas de las orejas. Todo su cuerpo lloró la nada y la excusa que la consumía.
Esa noche se durmió entre lágrimas. A la mañana siguiente, aún empapada, se despertó sola, sola y tranquila. Un sonido gutural le subió por la garganta y una risa infantil se apropio de ese despertar de alas, de brisa y de aire. Por la ventana entraba el Sol. Había perdido la llave, ya no había jaula.